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  • Foto del escritorDaniele Gennara

Los renglones torcidos de Dios



Empecé a leer Los renglones torcidos de Dios de Torcuato Luca de Tena bajo el cálido consejo de Andrea. No sólo por la novela en sí, sino también por el simple hecho de que los últimos 6 años he tenido que tratar con un hospital psiquiátrico en primera persona. Desafortunadamente no hay traducción al italiano (y escribiré un artículo dedicado a esto, a las grandes deficiencias bibliográficas italianas), así que me puse a leer el texto original. El español utilizado es de estilo clásico, como se puede esperar de un miembro de la Real Academia Española, no al nivel de un D'Annunzio para el italiano, pero similar a un Carlo Levi.

Para mí, la lectura comenzó inevitablemente con un ojo clínico "arquitectónico", un poco como lo que me sucedió cuando leí a Floubert, Ottieri o Dürrenmatt (pero este último según una mi lectura personal del Minotauro). Fue sorprendente no sólo encontrar algunas similitudes entre un hospital psiquiátrico de hoy y uno de los 70, sino considerar el espacio narrativo, que para mí no era más que una tarea geométrica y un entrelazado funcional, como un espacio tan vivido en la novela como para tomar un apodo para cada tipo, así que encontramos `la frontera', `el saco', `la jaula de los leones''.

Considerando que el autor para escribir este libro fue internado en un hospital psiquiátrico, ayuda a entender por qué estos 'renglones' tienen tanta vida en sus descripciones.


Una vez familiarizada con los lugares, se abre la historia verdadera, que explicaré sin mencionar la trama misma, sino describiendo las posibilidades que se pueden abrir cuando se juega con la mente humana.

Este libro es un refinado juego de cajas mágicas donde los sujetos son variables indefinidas que pueden alterar el sentido de la historia. Permítanme darles algunos ejemplos.

Las personas enfermas pueden estar realmente enfermas, o pueden imaginar que lo están, o no pueden saber que lo están, o pueden querer estarlo, o pueden ser juzgadas enferma por la fuerza. ¿Cuál es la verdad? Cada una de estas variables en diferentes partes del libro es verdad y mentira. Pero es sólo el principio.

Las variables también son válidas para el personal médico: los médicos pueden ser profesionales, o pretender serlo, o no querer serlo; incluso pueden ser ellos los enfermos y no saber que lo son. Aquí, también, la misma pregunta: ¿cuál es la verdad?

El lector pasa a través de todas estas cajas mágicas, cada una de las cuales es testigo de una verdad diferente, sintiendo un terreno que a veces es pantanoso, a veces arena, a veces roca. Progresivamente se abre el camino a una inquietud creciente: ¿es el autor el verdadero paciente? ¿O está fingiendo serlo? ¿O no sabe que lo es? ¿O no querría serlo?

Resumiendo: ¿es esta una historia de farsas, en la que un autor que se hace pasar por enfermo cuenta una historia en la que los médicos no son verdaderos médicos que tratan a falsos pacientes? ¿O se trata de una historia de ignorancia, en la que un autor no sabe que está enfermo y escribe una historia en la que los médicos no saben que son médicos de verdad que tratan a personas enfermas que no saben que están enfermas?

O una mezcla: un autor loco escribe una historia en la que médicos de verdad tratan con gente que quiere estar enferma.

Depende de el lector descubrir la verdad.


Aquí el informe del director del hospital sobre la supuesta personalidad de la protagonista:


—Señores —añadió con cierta solemnidad—, creo que nos encontramos ante el caso singularísimo de una auténtica paranoica (que, como todas, ignora que lo está), que finge una falsa paranoia puesta al servicio de su verdadero delirio.

[...]

—Antes de que surgiera su primer brote, ella, aun estando sana, poseía ya una personalidad muy predispuesta. La supervaloración de su “yo” era algo más que simple presunción, soberbia y vanidad, tan común en las mujeres de su clase. Se consideraba más inteligente, sensible, culta, espiritual, distinguida, elegante y delicada que cuantos la rodeaban. Todo ello, en grados que ya rozaban lo patológico, y que la inclinaban a despreciar, minusvalorar a los demás. Su afán de superación la llevó a extremos ciertamente inusuales en una mujer de su ambiente y de su posición. Como, por su sexo, no le era dado presumir de ser más fuerte que los varones, aprendió judo; y llegó, con tenacidad inaudita, a ser, nada menos, que cinturón azul, con lo que, sin duda, se habilitaba para poder vencer a un hombre corpulento. El binomio “exaltación del propio yo, minusvalorización del ajeno” lo hemos comprobado nosotros mismos. Voy a poner unos cuantos ejemplos extraídos de manifestaciones suyas:

1°) “Freud es un cretino. Le odio.”

2°) “Me gustaría ser yo quien le hiciese a Freud un psicoanálisis.”

3°) “El capellán es un incompetente”: palabras a las que hay que añadir la audacia de dirigírselas por escrito al obispo de la diócesis, a quien no conoce. 4°) “¡Este test es para deficientes mentales!”, como significado: “No para mí, que soy un ser superior.”

5°) “No recuerdo haberle autorizado a que me tutee”, dicho a una enfermera, cuidadora suya, pretendiendo establecer con ella una barrera social.

6°) “Es usted ciego, mudo y majadero. ¡Este es su verdadero diagnóstico!”, palabras escupidas a la cara de un infeliz esquizofrénico, y entre las que destaco muy particularmente la de “diagnóstico”, vocablo que ella se considera con autoridad para utilizar.

7°) “El doctor Donadío es muy poco inteligente el pobre.”

8°) “Schopenhauer es un imbécil.”

9°) Después de haber llamado “cretino” a Freud e “imbécil” a Schopenhauer, no me acompleja demasiado que haya llamado tonto al propio director del hospital en que ella está recluida. A lo que hay que añadir tu acertada declaración, César, de que tiene fobia a las mentes cuadradas, a los espíritus mezquinos y a los obsesos intelectuales. Y la tuya, Ruipérez, de que le parecía mal, incluso la legislación que regula la admisión de los enfermos. ”Me he detenido hasta ahora en los aspectos negativos. En los que manifiesta su desprecio desde Freud a Schopenhauer hasta este modesto servidor de ustedes. Pero no quiero pasar por alto los positivos, directamente relacionados con la supervaloración patológica de su “yo”:

1°) “Me siento llamada por Dios para ser madre de estos desgraciados.”

2°) “Sí yo fuera médico... ¡le curaría!”, palabras dichas a Ignacio Urquieta.

3°) “Mi padre no sólo me quería: me admiraba”, o algo muy parecido.

4°) “¿Estas flores me las ha enviado el director?” ¡Como si yo pudiera entretenerme en mandar florecitas a las pacientes!

5°) “¡Cristo era superior a Anás y, no obstante, le crucificaron!” De modo que al hablar de sí misma no se le ocurre otro ejemplo más próximo y apropiado que el del propio Cristo.

”Merece la pena observar que ni siquiera en estas manifestaciones de auto exaltación prescinde del menosprecio a los otros. Su idea, tan altruista, de maternidad espiritual tiene como contrapartida despectiva a “estos desgraciados”. Su afirmación de que ella curaría a Urquieta va acompañada de una velada acusación de incompetencia a todos nosotros que no hemos sabido sanarle. Y la figura de “Cristo víctima” igual a “Alicia víctima” tiene como contrapartida a dos seres menores, Anás y Caifás, que lograron llevar al patíbulo al Hijo del Hombre, y que son iguales a otros dos seres inferiores: su marido y su médico, que consiguieron recluirla. ¿Para qué seguir? —No podrías seguir, Samuel —comentó César Arellano con velado sarcasmo—. Has reconstruido paso a paso durante setenta días todas sus manifestaciones con nosotros, con los enfermeros y con los enfermos. Has debido de tener muchos y muy diversos informadores. Tu relación es completísima. Fuera de lo que has dicho... ¡no hay más! —Prosigo —continuó el director—. Y con esto entro en la parte más importante de mi exposición. Tendréis que disculparme si echo mano de un ejemplo un tanto burdo. Si una persona recibe un golpe de mediana intensidad en una parte sana de su cuerpo —el antebrazo, pongamos por caso—el dolor que le produce es muy inferior que si lo recibe en una parte enferma: ese mismo brazo que estaba roto por un accidente anterior, o que padecía osteomielitis o tuberculosis ósea. En el primer caso, el daño producido por el golpe se reduce a una contusión pasajera. En el segundo, puede producirle una invalidez. Este es el caso de Alicia Almenara cuando recibe un mazazo —¡un terrible mazazo!—y no en cualquier sitio sino en la parte de su personalidad más “predispuesta”: su orgullo patológico, enfermizo. ”Pensad que ella ha intentado envenenar a su marido y que ha sido descubierta. El psiquiatra amigo de la familia recomienda su internamiento. ¡Estos son hechos probados y no por ella precisamente! Ella sabe que va a ser hospitalizada. Su soberbia patológica “le impide ver” la verdad de su fracaso tanto en el envenenamiento cuanto en no haber sabido eludir sus responsabilidades. ¡Y surge el delirio de interpretación paranoico! Ella no viene aquí como enferma, ni como subterfugio para escapar de la cárcel, sino voluntariamente y para realizar una misión altamente meritoria: “combatir una lacra, la delincuencia; del mismo modo que ustedes los médicos combaten otra lacra, la enfermedad”, según le dijo a Ruipérez el día de su ingreso. ¡Ella lo cree firmemente así! Del mismo modo que cree que falsificó el informe del doctor Donadío con mi complicidad; que el hombre que la depositó en el manicomio no es su marido, sino su cliente, y que yo la iba a ayudar a descubrir a un asesino. Esta es su fábula: éste su delirio de interpretación. Esta es la verdadera paranoia de Alicia Almenara. Ahora bien: ¿de qué medios ha de valerse para poder ingresar en un hospital psiquiátrico y realizar su altruista y sublime misión? Decide fingirse enferma, simular una paranoia para que la permitamos realizar una investigación criminal. Y esta paranoia falsa y simulada es la contenida en su declaración del primer día: la coz del caballo, el intento de su marido de querer envenenarla a ella, etc. Todo eso es falso: ella lo sabe y es parte de su simulación. Nos encontramos, por tanto, ante una envenenadora que ha dado muerte a un hombre y que me ha abofeteado a mí, triplemente peligrosa: por su paranoia auténtica (que ella desconoce), por su paranoia fingida (que ella simula) y por su propia inteligencia.

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